Cuentan que Alfonso María de Ligorio (1696-1787), visitando un día un hospital de enfermos terminales, escuchó la voz de Dios que le dijo: “Alfonso, apártate del mundo y dedícate sólo a servirme a mí”. Emocionado respondió: “Señor, ¿qué quieres que haga?”. Y ante el sagrario de la Iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes hizo sus votos personales dejando su espada en el altar de la Virgen.
El don de Temor de Dios se inicia con el discernimiento, con la certeza de que es Dios quien nos está hablando y la convicción de que no hay otra manera de agradarle, que obedecerle. No es miedo, sino amor. Es no querer entristecer a nuestro Padre Dios que siempre quiere lo mejor para nosotros. Es estar conscientes de las propias debilidades y no creernos merecedores vanidosos de una misión encomendada. Y es al mismo tiempo, sentirse privilegiados al ser tomados en cuenta por la persona más importante del universo. Es temor a ofender a Dios, amado como Padre, es el anhelo de permanecer en su amor y de crecer en la caridad; no es miedo, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad como respuesta a Dios que nos amó primero. Es conciencia de que queremos hacer, lo que tenemos que hacer.
Hoy a los cristianos se nos pretende infundir temor. Y ¡tememos! Nos da temor el Coronavirus que se ha llevado la vida de seres queridos. Nos da miedo dejar Venezuela y nuestros seres queridos para buscar mejores oportunidades de vida en otros países. Es por ello que en ARCORES, aún temiendo, no nos dejamos invadir por el pánico, porque estamos conscientes y comprometidos en actuar siguiendo la doctrina católica, ayudando a los más vulnerables, coincidamos en el empeño incomparable de agradar a Dios.
Autor: Fray José Luis Uruñuela, OAR.