“Con mucha frecuencia, el ser humano no se conoce a sí mismo. Víctima de la negligencia y de la improvisación, alardea de sus carencias y desespera de sus posibilidades. Sólo en la prueba, cuando se da un cuestionamiento urgente, logra conocer la verdad sobre sí mismo”
En. in. Ps. 55, 2)
El fenómeno de la “globalización” ha traído consigo la integración de todo. Cada vez más, el ser humano toma conciencia de que está conectado con todo, de que no hay suceso, por insignificante que sea, que no repercuta en otros lugares.
Por otro lado, la conquista tecnológica ha facilitado un mundo global. Esto, que en sí mismo es bueno, puede traer consigo la dispersión del ser humano. Volcado hacia lo exterior, se olvida de habitar sosegadamente en el corazón, donde se halla la verdad que renueva.
Fue la experiencia de San Agustín, quien batalló por muchos años esa meta de felicidad que sólo encontró después de una incansable búsqueda. Y lo que habló, todo lo que dijo y escribió, arrancaba de unas vivencias fuertes de fe, que se traducían en un amor que lo desbordaba siempre y que abarcaba al hermano, y a todo hombre.
Su espiritualidad se sintetiza en dos palabras: búsqueda y encuentro. Búsqueda incansable de Dios por muchos caminos, particularmente por el de la interioridad; y encuentro con él, y, en él, con el hermano. La interioridad agustiniana no es ni intimismo ni alienación, pues lleva al corazón y a la trascendencia. La interioridad nos humaniza, nos conecta con la fuente que sacia (Jn 4, 9-18)
El santo de Hipona nos da tres pequeños consejos para vivir la interioridad: “no te desparrames en las cosas exteriores, vuelve al corazón, y, una vez allí, trasciéndete a ti mismo”. Parece fácil la propuesta. Sin embargo, a él mismo le llevó muchos años llegar a la experiencia transformante de la gracia.
No pretendió San Agustín formular una teoría, pues lo que escribió fue lo que vivió. Las Confesiones reflejan esta lucha interna que experimentó: “Me asqueaba la seguridad y me aburría el camino sin trampas. Interiormente sentía hambre por estar alejado del alimento interior, tú mismo, Dios mío” (Conf 3, 1, 1).
Lo que hace atractivo el camino agustiniano es que es fruto de la experiencia. ¡Agustín lo recorrió y le funcionó! Su corazón conoce la amargura que produce el morar en la tierra de la desemejanza, para vivir alienado por las cosas superfluas.
“Sólo se ve bien con los ojos del corazón”, y quien se conoce, se reconoce y se acepta puede disfrutar la tierra sagrada de la madurez, dejando la bondad a su paso, pues “habrá vida donde quiera vaya la corriente” (Ez 47, 9). Animo al lector a entrar en su corazón para disfrutar el torrente de la gracia divina.
Fray Nerio Ramíez